jueves, 8 de agosto de 2019

El jardín botánico del Instituto de Segunda Enseñanza o por qué no hay una secuoya gigante en las Tendillas

Algunos colonos anglosajones de California, desde unos años antes de 1850, venían contando historias de árboles gigantescos ocultos en las sierras que separaban este territorio y el futuro estado de Nevada. Sin embargo, no fue hasta 1852 cuando el descubrimiento de las secuoyas gigantes (para el hombre blanco) se hizo oficial y creíble, y muchos árboles fueron talados y repartidos por el mundo para asombro del público. La secuoya es el árbol más grande del mundo por volumen, y el segundo por altura (por un estrecho margen).

Ya al año siguiente, en 1853, llegaron a Europa una gran cantidad de semillas de secuoya, que fueron distribuidas por varios países y plantadas en España con fines tanto científicos como ornamentales. Once años después, en 1864, alguno de estos pequeños arbolitos nacidos en Europa llegó a Córdoba y fue cuidadosamente plantado en las cercanías de lo que hoy es la plaza de las Tendillas, junto a muchas otras especies exóticas, en el primer jardín botánico propiamente dicho que tuvo nuestra ciudad. (Con permiso de los jardines de la Agricultura, para experimentación agraria, de principios del siglo XIX.)

Adaptado de Moreno A y Devesa JA, 2011

Ángel Montero y Juan Antonio Devesa publicaron en 2011 un completo estudio sobre el jardín botánico del Instituto Provincial o de Segunda Enseñanza de Córdoba, en el solar tradicional del Colegio de Nuestra Señora de la Asunción, que hoy es el IES Góngora. El Instituto se funda en 1847 como parte de un plan nacional, y el jardín botánico se crea en su patio sur en el curso 1858-1859, quizás trasladando desde el patio norte algunas plantas ya existentes. El plano puede ser complicado de leer, porque la ciudad ha cambiado mucho desde entonces. La fachada principal (noroeste), abajo en el dibujo, es la fachada del Góngora que da a las Tendillas actualmente. Toda la plaza estaba por entonces ocupada por casas. La calle Claudio Marcelo no existía, pero su tramo más cercano a las Tendillas coincide con el jardín botánico. A la derecha se puede ver la calle del Paraíso (Duque de Hornachuelos) que va hacia la Compañía.

Moreno A y Devesa JA, 2011
Gracias a las memorias del Instituto, sabemos la disposición de los grupos de plantas en el jardín. Quizás esta configuración fuera variando con los años porque, según esos documentos, cada año se recibían decenas de especies nuevas, procedentes de donaciones particulares o de otros jardines botánicos como el de Madrid. Al jardín llegaron diversas coníferas exóticas como la propia secuoya gigante, la secuoya costera, también de California, el cefalotaxo drupáceo de Japón, el ciprés de la Cordillera argentino, el cedro del Himalaya y diversas especies de abetos, incluyendo el pinsapo. También plantas medicinales que, originalmente, deberían haber sido cultivadas como servicio público, algo que resultó imposible por limitaciones de espacio.

¿Por qué no tenemos, a día de hoy, una monstruosa secuoya de cincuenta metros y cientos de toneladas en el centro de Córdoba? Pues porque el jardín botánico, por desgracia, nació condenado por su ubicación. Pocos años después de su creación, en el último cuarto del siglo XIX, comenzó a abrirse la "calle nueva", Claudio Marcelo, por el lado del ayuntamiento. Las obras se acercaron lentamente al Instituto, hasta que a principios del siglo XX se expropió el último solar que faltaba para completar la calle hasta el Hotel Suizo. En 1909, pese a la resistencia del Instituto a sacrificar su jardín, las obras se llevaron a cabo. Algunos árboles fueron trasladados a otro patio, donde no sobrevivirían. El derribo del hotel en 1923, la imagen que se ve en la última foto, fue el último paso para dejar el trazado urbano en su estado actual y a Córdoba sin un jardín botánico hasta varias décadas después.

Los últimos restos del Hotel Suizo en el solar de las Tendillas. Al fondo, la calle Claudio Marcelo. Tomada/editada de Lolo Córdoba/foro Historia de Córdoba en Imágenes

miércoles, 31 de julio de 2019

La calle de Heredia: recuperación por las bravas de un topónimo perdido


Hace algunos años, en los tiempos del Chorrijuego, hubo quien propuso a los participantes del desaparecido foro "Calleja de las Flores" averiguar el nombre original de la calle Teniente Albornoz, ya que el tradicional azulejo estaba cubierto por varias capas de cal o pintura blanca. Teniente Albornoz es una de las calles que comunican Torres Cabrera con la calle Osario. Tiene una entrada por la esquina del colegio de la Divina Pastora y otra, más o menos, enfrente de la antigua pastelería de la Purísima.

El azulejo, descubierto
El caso es que el encargo nos cogió por sorpresa y, en cuanto empezamos a buscar, descubrimos que no había referencias a esa calle por ninguna parte en las fuentes tradicionales. Al día siguiente, un compañero (¿se puede mencionar, aunque sea el nick?) subió la foto con la respuesta: el azulejo escondía el nombre de la calle de Heredia. Para descubrirlo, había montado una acción de comando dominguero en la que una niña, subida a una valla, había rascado el azulejo hasta dejar visible el antiguo nombre.

No duró demasiado la alegría porque, no sabemos si fue el Ayuntamiento o los propietarios de la manzana, el azulejo quedó de nuevo cubierto por varias capas de pintura concienzudamente aplicadas sobre el nombre antiguo de la vía. Aunque a decir verdad, lo que no está tan claro es en qué momento histórico (breve, desde luego) llegó a existir la calle de Heredia.

Si nos vamos al plano de 1851, se ve claramente cómo esa calle no estaba aún ahí. En realidad, el palacio de Torres Cabrera se extendía sin interrupción hasta la plaza de las Doblas, y lo único que había era una calleja de la calle Osario, llamada de Heredia en honor a Pedro de Heredia, nombrado marqués de Prado Castellano a finales del siglo XVIII. No debió ser hasta el segundo cuarto del siglo XX cuando se segregó el palacio de los condes de Torres Cabrera del llamado palacio de los marqueses de Valdeflores, que es el edificio rehabilitado por Rafael Gómez en la plaza de las Doblas y que alberga algunas de las joyas kitsch de la época del pelotazo ladrillístico.

Parte de la historia se cuenta en la Cordobapedia, donde se explica que la venta a la familia de los marqueses de Valdeflores se produjo en 1914, y a los propios marqueses en 1942. Las fechas concuerdan con el abandono del otro palacio de Valdeflores, el que veíamos el otro día ocupar gran parte del solar de Simago. En alguno de esos momentos, se abrió el tramo moderno de la nueva calle, más ancho que la antigua calleja, prologándose hasta salir a la esquina donde está el azulejo de marras. Julio Albornoz, teniente cordobés muerto en el desastre de Annual (1921), acabaría por dar nombre a la calle.

Y ahora, sabiendo que San Google ha archivado esta información por si alguien se vuelve a preguntar qué había escrito en aquel azulejo, podemos pasar a otra cosa y dejar que los cordobeses olviden este topónimo que probablemente nunca más verá la luz.

lunes, 15 de mayo de 2017

El pastor de estrellas (3 de 3)




   Poco después del amanecer, el joven subió los peldaños que separaban su azotea del adarve de la muralla. Su casa, adosada al muro, tenía un acceso privilegiado a una de las torres de la muralla que separaba la Medina de los arrabales orientales o Axerquía. Y debido al gran desnivel entre ambas partes de la ciudad, al subir a esa torre Mahmud podía contemplar toda la Axerquía ante sí, y todos los campos que se extendían hacia el este, la sierra, la vega del Guadalquivir y las colinas al otro lado del valle. Cientos de casitas blancas se arremolinaban frente a él, algunos minaretes sobresalían de entre ellas. Un débil muro rodeaba los barrios del este y daba una cierta sensación de protección. En realidad nadie sabe si se había construido ya la muralla de la Axerquía, y generalmente se piensa que no, pero hay indicios de que algunos sectores podrían ser lo suficientemente antiguos como para que su creación evitara que la Axerquía fuera destruida en la guerra civil del siglo XI.

   Mahmud olfateó el ambiente. El cielo estaba encapotado, de un gris uniforme. Miró de reojo los jaramagos entre las almenas. Se dobablan y parecían querer lanzarse muralla abajo, empujados por el viento cálido que le daba en la espalda, como si viniera de Isbiliya. Y cuando en Isbiliya llueve, en Qurtuba no salen las procesiones.

   Bajó la vista a la calle, y vio a dos personas dirigiéndose al arquillo de la muralla. Reconoció a su amiga Ganub, acompañada por alguien a quien no pudo identificar y que caminaba mirando a cada fachada y a cada puerta, como si buscara algún detalle conocido en ellas o algún rastro de un cambio. Intuyó que se dirigían a su casa y bajó a recibirles. Cuando Ganub traía consigo a algún desconocido era normalmente para pedirle el favor de una predicción. Sólo lo hacía en casos de verdadera necesidad y, hasta el momento, Mahmud había proporcionado certeras respuestas. La de aquel día parecía clara. La lluvia se retrasaría hasta la noche, pero llegaría con más fuerza de la esperada y, desde luego, para quedarse durante toda la semana.

* * *

   En verdad, el tiempo le venía corto. Por eso escribía a toda velocidad durante las noches. Era noviembre del año 1023 y se preparaba para volver a Córdoba junto al que iba a ser el nuevo califa, Abderramán V. Abandonaba Játiva y el exilio, sus ojos se llenaban de recuerdos y su mano los iba plasmando en forma de poemas. Tenía que terminar aquel regalo, aquel libro de memorias y de deseos en el que estaba volcando lo mejor de sí. Sólo pensaba en llegar a la vieja capital y poner el manuscrito sobre las manos de Liyún.
Pastor soy de estrellas, como si tuviera a mi cargo
apacentar todos los astros fijos y planetas.
Las estrellas en la noche son el símbolo
de los fuegos de amor encendidos en la tiniebla de mi mente.
Parece que soy el guarda de este jardín verde oscuro del firmamento,
cuyas altas yerbas están bordadas de narcisos.
* * *

   Ibn Hazm examinaba con la mirada a Ibn Gamir, mientras éste hablaba a los jóvenes Ganub y Asfur.
  -Dentro de los muros de la ciudad, también hay una Córdoba subterránea. Hubo un tiempo en que los secretos se guardaban allí. Los palacios estaban conectados y las intrigas circulaban, literalmente, bajo las casas de los cordobeses. Pero durante la guerra, con cada batalla y cada revuelta, cada bando destruyó los túneles de los demás, al menos aquellos que conocían. Además, muchos fueron abandonados y acabaron por derrumbarse. Cada otoño, el agua baja de la sierra e invade los conductos bajo la ciudad. Gran parte de ella llega por cauces naturales, pero también hay estructuras antiquísimas, quizás de la época de los rumíes, que abastecen Córdoba desde hace siglos con agua para consumo humano.
   Ludovico iba vertiendo aceite en pequeños odres, como reserva para cuando los candiles se estuvieran agotando. Sólo pensaban usarlos una vez que estuvieran bajo tierra, pero parecía que quizás tuvieran que encenderlos en la superficie: la tarde avanzaba y las nubes se iban haciendo más y más oscuras, anticipando tanto el ocaso como la tormenta.

   La reunión de aquella mañana había sido breve. Ludovico había sabido transmitir la urgencia de la situación, y los Banu Gamir habían accedido a colaborar. Habían reparado y custodiado durante décadas los túneles que comunicaban los palacios de familias afines a los Omeya, y habían contribuido a salvar muchas vidas en cada disturbio ocurrido durante los años de la fitna. Pero al parecer, ellos mismos habían estado varios años sin saber cómo acceder a la antigua red de pasadizos, porque todas las entradas conocidas habían sido cegadas.

   Un día, de casualidad, supieron que alguien había seguido usándolos con regularidad. Un oscuro personaje, totalmente ajeno a las conspiraciones palaciegas, que pululaba por el subsuelo cordobés con una extraña obsesión por recolectar los restos de los animales que décadas, quizás siglos atrás, habían quedado atrapados allí. Los estudiaba, identificaba y colocaba cuidadosamente en su colección. Ibn Gamir empleó toda la paciencia de que disponía en ganarse su confianza, pero aquel hombre no tenía ningún interés en colaborar, ni necesitaba nada de él. O eso creía, porque Ibn Gamir supo tentarle y ofrecerle el trato que le abriría de nuevo las puertas del inframundo.

   Así pues, Ibn Gamir conocía la entrada, pero no estaba dispuesto a revelarla. El valor de aquel secreto podría volverse incalculable en cualquier momento, y su familia creía tener derecho a beneficiarse de él. De modo que puso la condición de que sus huéspedes llevaran los ojos vendados desde una pequeña plaza en el centro de la ciudad hasta la casa particular que ocultaba la entrada a los pasadizos.

   A ciegas, siguiendo el sonido del roce de los pies de sus compañeros, avanzaron tras Ibn Gamir durante cinco minutos, hasta que les ordenó detenerse. Una gota cayó sobre Ibn Hazm, y la inquietud hizo presa de él. Palparon las jambas de una puerta, y tan bien vendados iban sus ojos que no percibieron la oscuridad al entrar en la casa. Ibn Gamir encendió los primeros candiles y les permitió por fin contemplar la estancia en la que se hallaban. Cuatro paredes de piedra, dos puertas a ambos lados de la habitación y varias estanterías rebosantes de cráneos de animales que brillaban a la luz de las pequeñas lámparas. Musarañas, ratones, murciélagos, pero también otros mayores y más inquietantes.
  -¿Qué le ofreciste a aquel hombre a cambio del secreto? -quiso saber Ganub.
  -La única pieza que le faltaba a su colección -contestó Ibn Gamir, señalando a un cráneo similar al de un pequeño caballo-. Un encebro de las colinas de Albacete.
   Y añadió:
  -Aunque empezara a llover ahora mismo, aún deberíamos tener tiempo para hacer nuestro trabajo. El agua que venga de la sierra tardará en alcanzar la ciudad.
  -A no ser -puntualizó Ludovico- que en la sierra haya empezado antes a llover.
   No hubo más respuesta, pero Ibn Gamir decidió que era el momento de ponerse en marcha. Abrió una trampilla en el suelo. Se intuían algunos escalones. Mandó pasar a Ibn Hazm, y luego a los demás, que entraron por el angosto agujero tratando de iluminar el camino frente a ellos. La galería se ensanchaba progresivamente y se convertía en una escalera de caracol, que bajaba sin que pareciera tener fin. Algunos arcos cegados en las paredes indicaban, probablemente, el arranque de otros antiguos caminos subterráneos. La humedad se iba haciendo evidente a medida que descendían hasta el final de la escalera, en una sala con varias tinajas de barro y un único posible camino a seguir: un arco que levantaba apenas un metro del suelo, y por el que se podía ver pasar una suave corriente de agua que cubría un par de escalones.

   Con los candiles en alto y, confiando en las palabras de Ibn Gamir, fueron entrando por el arco y sumergiéndose hasta más arriba de la cintura. Avanzaban ahora por un angosto túnel, totalmente desorientados, cubriendo una distancia que se les antojó interminable. Al cabo de cincuenta varas, el camino se bifurcó. Por un ramal llegaba la corriente que inundaba la galería, el otro ofrecía una salida lateral para conducir a los visitantes a un túnel por el que sólo transcurría un fino hilo de agua.
  -Asfur, no pierdas de vista el agua. Allá donde estemos, si sube el nivel o deja de ser clara, avísanos.
   El techo era un conglomerado de guijarros, quizás el antiguo lecho de un río visto desde abajo, erosionado por las aguas subterráneas. Ibn Hazm no tardó en empezar a reconocer el lugar, y a tomar la iniciativa en el grupo. 
No os asombréis de que se oriente en la sombría noche:
su luz ahuyenta las tinieblas en la tierra.
   Caminaba más aprisa y no titubeaba en los cruces de galerías, hasta que llegó a la orilla de lo que parecía un gran charco. Esta vez no había escalones que permitieran calcular la profundidad, el suelo simplemente se cortaba en ese punto.

   Ludovico vació un odre en un hueco de la pared, y el aceite se extendió por un surco de un par de metros de longitud, perfectamente nivelado. Con un candil, prendió el aceite y la luz invadió la caverna. Para el asombro de los más jóvenes, resultó ser mayor de lo que pensaban. Aquello no era un charco, era un verdadero lago, un lago bajo el mismo centro de Córdoba. Y allí donde moría la luz, siguiendo un sendero junto a la pared, una inverosímil barquita parecía esperarles desde hace años, como una cápsula del tiempo, como un fiel caballo a la puerta de la posada.
  -Es la misma barca -dijo Ibn Hazm, entre afirmando y preguntando.
  -Es la misma -confirmó Ibn Gamir.

   Era la misma barca que, una aciaga tarde de enero de 1024, Ibn Hazm amarró a la orilla del lago subterráneo antes de salir por última vez de la galería. El día anterior, en medio de la revuelta, había encontrado vacía la casa de Liyún, rodeada por otras en llamas, como un anuncio de la tragedia. Después, por la mañana, había enterrado a su amigo, a toda prisa, en el cementerio del norte. El mundo se derrumbaba, en parte literalmente, a su alrededor: la última esperanza omeya yacía apuñalada en el Alcázar y la primera persona a la que amó yacía para siempre sobre su costado, ajusticiado por la rebelión. Liyún el Africano, la voz valiente que se hubiera enfrentado a sí mismo si no hubiera quedado nadie más en el planeta. El motivo, quizás, de que en los poemas de Ibn Hazm se alternen el masculino y el femenino para confusión de los que habrían de leerle y estudiarle. Incumpliendo su propia promesa, el exiliado volvía a poner su pie sobre la inestable barquita.
  -Debo ir yo solo -dijo.
   Todos respetaron su deseo. Sólo él supo dónde lo dejó, sólo el sabría de dónde lo rescataba. Ibn Gamir soltó la cuerda. Con un candil en la popa, Ibn Hazm empezó a remar suavemente y se convirtió, al poco, en un simple punto brillante sobre las aguas. Llegado cierto momento, pareció no estar alejándose más; había llegado a la otra orilla.

   Bajó de la barquita y acercó el candil a la pared, por encima de la línea que las repetidas inundaciones habían marcado en ella. Buscaba un hueco que vio por última vez quince años atrás, y tardó en encontrarlo, semioculto por algunas piedras. Él mismo las había depositado allí, ocultando una caja de madera, y en ella, a su vez, una arqueta del más fino marfil de Medina al Zahira, enorme para las proporciones habituales, casi dos cuartas de largo por una de ancho. La misma arqueta que se llevó de la casa de Liyún la noche en que murió, para salvarla del incendio, por un lado, y para rescatar aquel regalo que con tanto cariño había preparado para su antiguo compañero.

   Depositó la arqueta en el suelo y la abrió con cuidado. La luz del candil apenas llegaba a iluminar su interior. Un pergamino en blanco cubría varios cientos más, con los bordes sucios de humedad. La segunda página sólo contenía un precioso dibujo hecho con caligrafía, un favor de Ludovico para culminar el regalo de Ibn Hazm a Liyún: una paloma. La tercera, el título de aquel libro, escrito a toda prisa en las noches de Játiva durante su anterior exilio, para llevarlo como regalo en su regreso a Córdoba. "El collar de la paloma". Y bajo él, "Sobre la intimidad y los íntimos". Quizás el más maravilloso tratado jamás compuesto sobre el amor, uno de los más grandes regalos de Córdoba al mundo.

   Que por encima del rencor, de la guerra y del horror de los tiempos en que fue escrito, merecía, a juicio de la mano que lo creó, ser rescatado de las entrañas de la tierra donde una vez juró dejarlo para siempre, y ser revelado al mundo.

   El agua empezó a mojar las sandalias del poeta, rebosando sobre el borde del lago subterráneo. Había que salir de allí. Cerró la arqueta y la abrazó, antes de subir a la barca. Una lágrima por los amores pasados y futuros se deslizó por su rostro.
Esta dolencia, cuya curación desafía al médico,
me llevará, sin duda, a la aguada de la muerte.
Pero contento estoy con caer víctima de su amor,
como quien bebe veneno desleído en un vino generoso.
¿Qué más quiere el Destino? ¡Qué poca vergüenza tiene,
y con qué afán tiende a adueñarse de toda alma enamorada!

* FIN *

lunes, 8 de mayo de 2017

El pastor de estrellas (2 de 3)




   Quince años, que no son quince días, por culpa de los alfaquíes de Córdoba. Quince años sin poder contemplar su más bello recuerdo, y a la vez el más doloroso puñal en su memoria. Al emerger de entre las más estrechas calles del sur de la Medina, se encontró frente a ella. La Mezquita de Córdoba, construida trozo a trozo durante doscientos cincuenta años, cuatro veces acabada y tres veces vuelta a ampliar. El sol del oeste se reflejaba en las bolas del yamur que coronaba el enorme alminar, las palomas volaban en torno a la torre y descansaban en el alféizar de las ventanas con arcos de herradura, cerradas sólo por celosías de madera. Ibn Hazm se dio el gusto de derramar un par de lágrimas al acercarse al muro de la Mezquita. Si has hipotecado tu vida en honor a la familia Omeya, y no lloras al ver la Mezquita de de Córdoba después de quince años, es que no eres persona.

   Pasó la mano por la áspera superficie de arenisca, fijándose en las pequeñas conchas fosilizadas que aparecían aquí y allá, embebidas en la piedra. La pared se antojaba interminable al verla descender en dirección al río. Casi llegando a la esquina suroeste, el pasadizo que comunicaba el Alcázar y la Mezquita se deslizaba sobre la calle, sostenido por dos grandes pilares. Entró en el patio, disfrutando del verdor de la arboleda, naranjos y palmas, sin querer mirar aún a su derecha, como retrasando el inmenso placer de la contemplación del interior del templo. Dio aún unos pasos más, pero no pudo resistirse, y giró la cabeza. El muro norte de la mezquita era una pared ficticia, arquitectura del vacío. Sólo una sucesión de enormes arcos que desvelaban sin reservas el tesoro de su interior: el maravilloso, interminable bosque de columnas que bailaban caprichosamente a los ojos del visitante; que parecían agolparse sin ton ni son, fila tras fila, hasta que el poeta avanzaba unos pasos y, de pronto, se ordenaban en líneas perfectas hasta donde alcanzaba la vista. Decenas, cientos de ellas, sosteniendo las dobles arcadas rojas y blancas y llenando el espacio en todas direcciones. Aquello no era una sala de oración, era algo más. Era el cofre del alma de Al Ándalus. Toda Córdoba era el templo, y aquella mezquita era su sagrario, su corazón latiente con cada salida del sol. Ibn Hazm tocó una de las frías columnas. Se asomó a la nave principal que conducía al mirhab y, al fondo, vio las teselas doradas del mosaico brillar a la luz de las lámparas. Pensó que aquello era sólo un símbolo, que en realidad era la gloria de los califas lo que seguía brillando allí.

   Porque Ibn Hazm fue un legitimista durante la guerra civil cordobesa. Es decir, siempre apoyó el retorno de los omeyas, la dinastía de los abderramanes y alhakenes, de los emires y califas desde el siglo VIII. Un par de veces, durante los largos años de la fitna, algún miembro de la familia real reclamó a Ibn Hazm su apoyo para el restablecimiento del poder omeya en la capital. Y las dos veces los aspirantes al trono le encontraron a su lado, dispuesto a perderse en la causa perdida, a tragar cárcel por ellos y a ser un nostálgico antes que un advenedizo. Ninguno de esos intentos funcionó, e Ibn Hazm se resignó a la irrelevancia política primero, y al exilio después, en una vida itinerante que ya había conocido en los primeros años de la guerra.

   Acariciando de nuevo las paredes, salió de la Mezquita. Tomó una hoja de naranjo y la dobló varias veces, impregnando la mano con su olor. Paseó por el patio y se detuvo más o menos en el centro del espacio abierto, quizás algo más al este. Bajó la vista a la rejilla metálica en el suelo, por la que se intuía un espacio vacío bajo el adoquinado. Tanto de Córdoba había para Ibn Hazm sobre la tierra como debajo de ella.

* * *

   Soplaba viento de levante y olía a mar. La luz de las velas temblaba y los visillos invadían la habitación. El poeta escribía con frenesí, en lo más profundo de la noche, sin descanso, derramándose sobre el basto pergamino. Añadía hoja tras hoja a la inmensa pila en el suelo junto a su mesa. Escribía como si le vinieran cortas las noches, como si se escondiera del sol para poder hacerlo.

Exhalo amor de mí como el aliento,
y doy las riendas del alma a mis ojos enamorados.
Tengo un dueño que no cesa de huirme;
pero que, a veces y de improviso, se siente generoso.
Lo besé queriendo aliviarme;
pero la sequedad de mi corazón no hizo sino crecer.
Son mis entrañas como un seco herbazal
donde alguien arrojó un tizón ardiendo.
* * *

   La luz de la tarde apenas tocaba ya el suelo de las callejuelas. Ibn Hazm había dado un rodeo para ver la Mezquita, en su camino del mercado a la casa de Ludovico, en parte para darle tiempo a terminar su jornada y recoger su tienda. Caminando hacia el nordeste, Ibn Hazm iba reconociendo casas y recordando anécdotas. Pasó su mano por una fría columna romana empotrada en una esquina, y sintió cómo sus dedos rozaban la inscripción. Pocos metros más allá, alguien a su lado le sobresaltó. Era la muchacha de los arrabales, caminando más rápido a su derecha.
  -Paz -saludó Ibn Hazm.
  -Hola -contestó ella, aflojando algo el paso.
  -¿Has encontrado ya todas las joyas que buscabas?
   Ella se rió.
  -No, hoy no he encontrado ninguna joya. Pero el martes fue un buen día, encontré un pequeño anillo en las ruinas del barrio que llamaban de Tercios.
   Un barrio cristiano, recordó él para sí.
  -¿Y volverás a esa casa?
  -Sí. Volveré para enterrar el anillo.
  -¿Cómo? ¿Vas a dejarlo allí? ¿Para qué?
   Rebuscó en una pequeña bolsa y sacó un anillo de plata con una piedra verde, opaca, engastada en él.
  -Porque no es mío. ¿Por qué iba a quedármelo?
   La ironía se estaba yendo un poco de las manos y esta vez Ibn Hazm no contestó. Que se explicara si quería. Quiso.
  -Lo encontré junto a un puñado de monedas de Alhakén. Lo llevé a mi taller y saqué un molde, la semana que viene intentaré hacer una copia si encuentro una piedra parecida.
   La cabeza del poeta entró en ebullición. La memoria de esa pieza se iba a perpetuar en las manos de una orfebre, sin robo, sin trampa. Los libros y los objetos que perviven como ideas, saltando de forma en forma a lo largo de los años y las guerras y las vidas de los artesanos. Unos versos volvieron aquel día a su mente,

Y es que aunque queméis el papel
Nunca quemaréis lo que contiene,
puesto que en mi interior lo llevo.

   Le ofreció un trato a la mujer.
  -Te compro ese anillo.
  -No es mío para venderlo. Te venderé la copia.
  -Te lo cambio por el dinar que me diste ayer, entonces. No creo que te importe volver a enterrar una cosa o la otra.
   A ella le gustó la idea, así que hicieron el trato. El viento corría calle arriba y tiraba de la túnica de Ibn Hazm.
  -Me han dicho que mañana va a llover.
   Él se tensó y le cambió la cara.
  -¿Quién te ha dicho eso? -quiso saber.
  -Un amigo. Estudia los vientos y las señales del cielo, y me ha dicho que mañana lloverá. No creo que pueda ir a los arrabales. Quizás en varios días, según él.
   Ibn Hazm estaba ahora vivamente alarmado. Sudaba más que el Califa en Simancas.
  -Me... me gustaría poder hablar con tu amigo. ¿Crees que sería posible?
  -No veo por qué no.

   Continuaron andando, juntos ahora, hacia la Axerquía. Ganub, pues ese era el nombre de la muchacha, sería bienvenida esa noche en la casa de Ludovico. El poeta se sentía con derecho a invitarla. No era él el anfitrión, pero suyo era el secreto sobre el que iban a discutir.

   La casa era pequeña pero digna. A cinco minutos a pie de la muralla de la Medina, esta vez en el lado oriental, Ludovico dibujaba, escribía y construía sus juguetes de madera, mientras cuidaba de las flores de su pequeño patio. Se inspiraba en los jardines de un palacio cercano para conseguir nuevas variedades cada temporada.

   Asfur, el aprendiz, fue el último en llegar, siendo ya noche cerrada. Llamó a la puerta y fue invitado a sentarse con los otros tres. En un cuarto sin ventanas, el más discreto de los que Ludovico podía ofrecer, varios vasos medio llenos eran toda la decoración de la mesa. Le presentaron a Ganub, y trató enseguida de captar el sentido de la conversación que había interrumpido. Ludovico se dirigía a Ibn Hazm.

  -Alí. Sólo hay una familia que puede ayudarnos a bajar allí. Si hay alguna entrada, los Banu Gamir la conocen mejor que nadie. El mayor de los hijos me dijo hace años que estaba intentando volver a abrir los viejos túneles.
  -Pero incluso aunque lo hubiera logrado, no podremos hacerlo si llueve. Sabes que las galerías se bloqueaban con cada tormenta.
  -No podremos hacerlo si llueve -repitió, asintiendo-. Hay que hacerlo antes o resignarse a esperar a que las aguas vuelvan a bajar y los túneles queden libres.
  -Y según Ganub, lloverá durante días.
   Ludovico sonrió.
  -Cuánto y por cuántos días lloverá, es algo que nunca he visto predecir con certeza. Estamos en manos del destino.
  -Mi amigo -objetó Ganub- os puede dar esa respuesta. No sería la primera vez que lo hace. Me dijo que mañana, a la tarde, empezaría la tormenta, y que continuaría toda la semana.

   Ibn Hazm y Ludovico se miraron entre sí.
  -Alí, ve con ella a ver a ese muchacho, mañana al alba. Que os diga lo que sepa. Tú sabrás bien si debes o no creer sus palabras. Asfur y yo iremos a ver a Ibn Gamir. Nos encontraremos aquí al mediodía y tomaremos una decisión.

   Esta vez, fueron el aprendiz y la chica quienes se miraron.
  -Aún no sabemos a dónde pretendéis ir, ni cómo, ni por qué.
   Ibn Hazm rellenó su vaso. Se puso de pie, vino en mano, y empezó a caminar despacio por la oscura habitación. A su paso, la débil llama del candil tembló hasta estar a punto de extinguirse.
  -Esta ciudad tiene una mitad sobre el suelo, y otra mitad bajo él. Por ejemplo, hay más cordobeses bajo tierra que sobre ella, desde la guerra. Las maqabir, los cementerios, están a rebosar. Se extienden más allá de los arrabales donde antes vivieron sus inquilinos. Pero de entre todas las tumbas que existen alrededor de Qurtuba, sólo una la cubrí y la marqué con mis propias manos.
   Asfur y Ganub bajaron los ojos, Ludovico los alzó y miró al poeta.
  -Se llamaba Liyún. Le decían Al Ifriqi porque muchos pensaban que había nacido en Marrakech, pero era más de Qurtuba que el propio Califa. Nos conocimos en los primeros años de la guerra civil. Éramos muy jóvenes y habíamos vivido entregados al estudio, preparándonos para un mundo muy distinto al que la guerra había traído. Yo, para vivir al lado de los gobernantes. Él, para criticarles sin piedad. Varios hombres y mujeres han ocupado mi corazón, pero él fue el primero de todos.
   »Cuando murió mi padre, a los cuatro años de empezar la guerra, me vi obligado a dejar los palacios y a marchar al este, condenado a vivir recibiendo noticias de la ruina del imperio. Estuvimos años sin vernos. En mi años de Játiva, entendí que sólo había sido un encuentro de juventud, y pasé simplemente a recordarle con cariño. Al regresar a la ciudad con Abderramán V, fuimos buenos amigos. Tú debías ser sólo un niño -dijo, dirigiéndose a Asfur- cuando le mataron.
   Asfur reunió todo su valor para interrumpir el soliloquio.
  -¿Por qué le mataron?
  -No era necesaria una razón para matar, aquella noche. Aun así, Liyún había dado muchas durante toda su vida, a todo el mundo. Decía lo que nadie se atrevía a decir, consideraba que la ofensa era un derecho en una sociedad libre. A veces decía cosas que ni siquiera creía, sólo porque consideraba que alguien necesitaba escucharlas y ofenderse.
  -Un provocador.
  -Un provocador convencido. Provocaba por igual a los tiranos y a muchos que creían en la libertad, porque siempre iba más allá de lo que, según ellos, debía permitirse a un hombre libre. Así que ni siquiera supimos nunca quién empuñó la espada.
  -Él era necesario en esta ciudad -intervino Ludovico-, y lo seguiría siendo ahora. Se pasó toda la guerra hablando en las plazas. Ayudó a mucha gente a superar el miedo de aquellos días.
  -¿Y cuándo ocurrió?
Hubo un instante de silencio. Ibn Hazm respondió.
  -El día en que asesinaron a Abderramán V. La revuelta estalló, según muchos, por la subida de los tributos. Hubo un tumulto enorme en toda la ciudad, gente con armas en las calles y un asalto al Alcázar. Yo estaba con Ludovico en el mercado cuando llegó el rumor de lo que había ocurrido, y corrimos a escondernos. Cuando salimos de nuestro refugio, no había forma de saber quién, de entre los partidarios del Califa, había sobrevivido a la revuelta. Tuvimos que ir casa por casa, pero yo no pude encontrar a Liyún en la suya. Al día siguiente me llevaron hasta su cuerpo. Yo mismo le enterré.
   Nadie movió un párpado, ni siquiera Ludovico. Las almas estaban en carne viva. Ibn Hazm seguía de espaldas a la mesa, mirando a la pared. Bebió un poco de vino, y dejó que pasara el tiempo necesario para que, sin que se rompiera el silencio, las preguntas tomaran forma en el aire de la habitación.

   Y el poeta les contó lo que había venido a hacer a Córdoba. Hubo tanto que contar, que la noche envejeció y los espíritus rejuvenecieron, que los vivos estaban agotados y los muertos parecía que volvían a vivir. La historia del exiliado se abrió, cristalina, ante sus compañeros, que entendieron por fin su obra, su camino y su misión.

* * *
Da vueltas el espectro en torno al enamorado anhelante,
que, si no fuese porque espera la visita del fantasma, no dormiría.
No os asombréis de que se oriente en la sombría noche:
su luz ahuyenta las tinieblas en la tierra.
Ibn Hazm de Córdoba, "El collar de la paloma", siglo XI


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martes, 2 de mayo de 2017

El pastor de estrellas (1 de 3)

 A todos los que algún día pasaron por aquí y, en especial, a los personajes de este cuento.

* * *

Aunque te encubra el hueco de la tumba,
yo no puedo esconder mi amor por ti.
He ido a tu casa, movido de nostalgia,
después que el tiempo rodó y pasó sobre nosotros,
y al hallarla desierta y vacía,
mis ojos han vertido por ti amargo llanto.
Ibn Hazm de Córdoba, "El collar de la paloma", siglo XI


   No sé cuánto vive una palmera. Cincuenta, cien años, quizás, de modo que seguramente no fuera el mismo árbol que plantó el primer emir de la Córdoba independiente, Abderramán I, con aquella semilla traída de Siria (ay), y con el que compartía sus confidencias y sus penas de emigrante. Pero nuestro hombre tampoco sabía cuánto vivía una palmera y, como era costumbre en él, optó por el romanticismo.

   No podía ser la misma palmera, digo, aquella bajo la que Alí Ibn Hazm se recostaba a la sombrica (el diminutivo se le pegó en Almería) en aquel mes de mayo de mediados del siglo XI, pero él pensó que sí. Ibn Hazm, uno de los más importantes historiadores y poetas de Al Andalus, contaba cuarenta y tantos años. Póngale usted barba y turbante, si quiere, para irse metiendo en la historia. Hacía unos quince años que no pisaba la ciudad y ahora la contemplaba en la lejanía, desde el antiguo palacio de la Arruzafa en las colinas del norte, sin atreverse del todo a empezar la última etapa de su camino de regreso. Dio un paso, y bajo sus pies se chafaron un par de dátiles. A su edad, Ibn Hazm debería ser ya uno de los personajes más importantes de Córdoba. No en vano, era hijo de uno de los principales altos cargos del califa Hisham II y se había criado en la corte del visir Almanzor, más o menos durante el cambio de milenio.

   Probablemente habría llegado a visir si no se hubiera ido todo al garete en la interminable guerra que desmembró y, finalmente, destruyó el Califato entre los años 1009 y 1031, debido a la ambición del propio Almanzor y sus descendientes. Árabes, bereberes y cristianos se aliaron y guerrearon divididos en reinos, ciudades y tribus, con tal saña que parecían querer desmentir a los que siglos después no les considerarían a todos ellos como verdaderos españoles. La mayor ciudad de Europa fue atacada y asediada una y otra vez, sus palacios fueron saqueados, lo que quedaba de sus bibliotecas fue quemado y los nombres de los califas se sucedieron sin que nadie volviera nunca a recuperar el control real sobre el antiguo imperio cordobés. En alguna ocasión Ibn Hazm, retornando de su exilio intermitente en el Levante, apostó por aspirantes al trono pertenecientes a la legítima familia real, los Omeya, pero todos esos intentos fracasaron miserablemente.

   Corrían ya los años cuarenta y el panorama había cambiado. El reino de Toledo contenía a los leoneses en el norte, y en el sur poco a poco se establecía un nuevo equilibrio en torno a la taifa de Sevilla. En Córdoba, hartos de la guerra, los ciudadanos habían dado el poder a una de las pocas familias a las que aún respetaban. Se estableció un consejo de sabios para regir la ciudad, algo parecido a un senado, y Córdoba se convirtió en una de las primeras 'repúblicas' en existir en la historia de la Península: la república de los Banu Yahwar.

   El nuevo ambiente de paz y relativo renacimiento atrajo a Ibn Hazm. Sin renunciar a su vida seminómada, quiso hacer una última visita a su tierra, donde siempre tuvo más enemigos que amigos. También es verdad que, durante las últimas décadas, ambos colectivos se habían dedicado a matarse entre ellos hasta dejar a Ibn Hazm tan falto de amenazas como de compañía. Uno de los pocos amigos que le quedaban, según había oído, era un artesano cristiano de la Axerquía llamado Ludovico.

   Ibn Hazm caminaba por la enorme llanura, cubierta de matorrales, que medio siglo atrás fueran los arrabales occidentales de Qurtuba. Durante la guerra, indefensos ante los soldados bereberes, los pobladores se habían refugiado tras las murallas abandonando sus casas, de las que en muchos casos ya sólo quedaban los arranques de los muros. Se detuvo a observar a una muchacha que cavaba junto a las ruinas. Apenas a unos centímetros bajo el suelo, en un estrato de hollín, sangre y vergüenza, apartaba con cuidado pequeñas piezas. Algunas, las que no parecían interesarle, las arrojaba al camino por encima de su hombro, y una de ellas cayó a los pies del poeta. Era una moneda de los tiempos de Almanzor, como las que él mismo guardó en las huchas de su infancia. Miró confuso a la muchacha y pensó en voz alta.
  -Esto es una moneda.
   Ella se detuvo un instante y se volvió; examinó a Ibn Hazm y le sonrió.
  -Puedes quedártela.
   Sin un motivo concreto, él se agachó y se guardó el dinar. Dudó si seguir su camino, pero le mordía la curiosidad.
  -Si no buscas monedas, ¿qué buscas?
   Ella se giró de nuevo y sonriendo aún más, le dijo:
  -Joyas. Joyas antiguas.
   Ibn Hazm le miró a los ojos y supo que, a la vez, mentía y decía la verdad. No actuaba como una saqueadora. Había algo de ironía en su respuesta y su expresión, pero no parecía querer hablar, y él respetó su misterio.
  -Suerte -concedió él.
   Y siguió andando.

   A medida que se acercaba a la muralla, la proporción de casas en pie iba aumentando. Puede que algunas hubieran sobrevivido al fuego, o puede que los cordobeses hubieran empezado de nuevo a sentirse seguros viviendo extramuros. Un pequeño mercado aglutinaba a la gente bajo el sol de mayo, no lejos de la monumental puerta de Amir que se abría en la muralla. Frente a la puerta, formada por dos enormes columnas romanas y un dintel de mármol, un puentecillo permitía salvar el arroyo que bajaba de la sierra hacia el Guadalquivir. Algunas tiendas se disponían en círculo, en torno a unas ruinas que levantaban apenas un metro del suelo, y que debían ser restos de algún enorme edificio de la antigüedad, con una curiosa forma cilíndrica.

   Ibn Hazm empezó a caminar más despacio, prestando atención a los mercaderes. Había mucho más género que la última vez que paseó por allí, las huertas se habían recuperado y los artesanos, de nuevo, podían dedicarse más al barro que al hierro. Un poco escondida en la segunda fila de tiendas, había una con un puñado de curiosos artilugios de madera, vidrio y forja, pero sobre todo cubierta de dibujos y muestras de caligrafía. Algunos diseños imitaban, distorsionando la forma de las letras, el propio concepto que describían. En el caso de los seres vivos, esto bordeaba los límites de la ley islámica. Los bordeaba por el lado de dentro, para no provocar en exceso a los alfaquíes, y la mano que conducía los trazos dentro de ese margen pertenecía a Ludovico. Por primera vez en varios días, el poeta sonrió.

   Ludovico conversaba animadamente con un joven de aspecto germánico, ojos claros y barba rubia. Ibn Hazm se acercó despacio, sin que ninguno de los dos reparara en él. Discutían sobre la necesidad de árboles de sombra en la zona donde se celebraba el mercado cada semana. El germano insistía en que deberían plantarse árboles que, aunque crecieran más despacio, vivieran durante décadas y fueran resistentes al clima andaluz. Le parecían bien las palmas, pero soñaba con sembrar el paseo de alcornoques o encinas como las de las dehesas del norte. Ludovico le dijo que eso estaba muy bien, pero que el Consejo probablemente pondría unos lienzos de tela de mala muerte, encargados y pagados al cuñado de uno de los miembros. Lo decía medio en broma, medio en serio, un poco por hacer rabiar al germano, y efectivamente al chico se lo llevaban los djinn cuando oía esas cosas.

   Fue entonces cuando Ibn Hazm puso la mano en su hombro. Ludovico se giró y se le iluminaron los ojos. Se diría que estuviera viendo una aparición. Se abrazaron, Ibn Hazm le tomó las manos y le bendijo a él, a su madre, a su abuela y a todo su ADN mitocondrial hasta los tiempos del rey Rodrigo, Ludovico se emocionó y le preguntó que dónde carajo se había metido todo ese tiempo, que la guerra había acabado hacía años y que nunca supo a dónde enviar sus cartas y sus grabados. Le presentó al joven, Asfur, que no era sino su aprendiz, y la puesta al día entre los dos amigos avasalló al chaval. Fue una avalancha de nombres y de anécdotas de tal calibre que parecía que ambos personajes conocían toda la ciudad, desde los palacios a los cementerios (aunque estos dos sectores últimamente solían solaparse). Asfur se despidió educadamente y le dijo a Ludovico que le vería más tarde en su casa. La charla se prolongó bajo el sol atorrante.
  -No es mi intención estar aquí muchos días. Quiero respirar este aire una vez más y luego volver al levante.
  -Podrías quedarte, Alí. Los Yahwar no te molestarían, podrías empezar de nuevo. Mi casa es la tuya.
  -No, no. Demasiados recuerdos y demasiados enemigos. Sabes que perdí a muchos a quien amaba, y que las espadas que les mataron aún están en los baúles de esta ciudad, limpias y cuidadas.
 
   Muchos días amargos se agolpaban en la memoria del poeta. Aquellas espadas relucieron durante años, en la guerra y en la traición. Relucieron el día en que todo se perdió, el día en que Abderramán V, después de sólo un mes y pico de califato, fue asesinado en las salas de baños del Alcázar. Después de él ya no quedó esperanza para la familia real, omeyas contra omeyas enfrentados en la rápida cuesta abajo de los años veinte. Esa noche, la multitud tomaba las calles de nuevo mientras Ibn Hazm y Ludovico se escondían en el sótano de una casa junto a la puerta de Almodóvar, lamentando vivir en el día de la marmota de las revoluciones andalusíes.

  -¿Has venido por eso?
  -En parte.
   Ludovico sabía que Ibn Hazm no era un hombre de venganzas. Pero era un hombre de vivísima memoria.
  -No hagas ninguna locura, Alí.
  -No la voy a hacer. No he venido a buscar sangre.
  -No alcanzo a comprenderte. ¿Qué has venido a buscar?
  -Una joya antigua, amigo.
  -¿Qué joya? ¿De qué hablas?
   Se le acercó y le contestó al oído. Ludovico no daba crédito a lo que escuchaba. Sonrió.
  -Pero... pero eso es maravilloso. Yo lo vi. Lo tuve en mis manos. Siempre me pregunté si...
   Ibn Hazm continuó la confidencia unos segundos más.
  -¿Y dónde?
   Una última retahíla de susurros, antes de que ambos callaran y se miraran.
  -Pero Alí... ya no se puede entrar ahí. Nadie ha vuelto allí desde aquel día.
  -Por eso te necesito. Y una vez que lo haya conseguido, ya no tendré motivos para volver a esta tierra de fantasmas.
   Ludovico conocía a toda Córdoba. Sabía dónde encontrar una remota posibilidad de auxilio para su amigo, y no dudaría en ofrecérsela. Sabía a qué puerta debían llamar.
  -Por un fantasma, has venido hasta aquí.
  -Así es. Y he de bajar a buscarle, levantarle y llevarle conmigo.
   El cristiano puso su mano en el hombro de Ibn Hazm.
  -Y yo he de acompañarte aunque acabemos ambos en el mismo infierno.

martes, 10 de junio de 2014

Los azulejos de los jardines de "Los Patos": patrimonio olvidado

Después de muchos años viviendo a unos metros de la puerta de Osario, es difícil mantener este blog cuando la vida te lleva a más de nueve mil kilómetros de ella. Aún así, como vuelvo y revuelvo un par de veces al año, me ha podido la nostalgia y he decidido entrar a contar una pequeña historia, que Guadalupe me recomendó hace tiempo que dejara por escrito.

Hace unos años, cuando aún me dedicaba a muchas actividades cordofrikis, tuve la alegría de coordinar junto al compañero Miguel, otro histórico, un pequeño paseo explicado por los jardines de la Agricultura, popularmente conocidos como de "Los Patos". Por supuesto, intentamos prepararnos un poco la visita y tratamos de encontrar alguna noticia que nos explicara el origen de los bancos decorados con azulejos que adornan varios rincones del parque. En el más visible de ellos, el que está frente al estaque principal, se puede ver una firma, un poco maltratada:



Apenas se lee, pero el nombre demuestra la importancia del hallazgo. El trabajo corresponde a uno de los mejores ceramistas que ha dado Talavera (lo cual es mucho decir), Juan Ruiz de Luna. De su mano y taller parecen proceder, a juzgar por el estilo, la práctica totalidad de los azulejos decorativos de los jardines de la Agricultura, tanto los que se sitúan en el interior, como los de la avenida de Cervantes.


En cuanto a la fecha de factura, hay que descartar que estuvieran allí desde el primer momento (el parque tal y como lo conocemos empezó a plantarse y urbanizarse en 1866, después de que el Ayuntamiento comprara el terreno dos años antes). Ruiz de Luna nació en 1863 y es de suponer que trabajara en estos bancos al inicio de la década de 1920, ya que la antigua biblioteca Séneca, que se encontraba en el centro de los jardines, se inauguró en 1922. La temática filosófica y literaria de los bancos hace pensar que fue en esa remodelación del parque cuando fueron introducidos. Además, fue esa la época en que Ruiz de Luna comenzaba a estar en el apogeo de su obra.


Motivado por todo lo aprendido sobre los jardines y sus azulejos, me llevé una enorme alegría cuando, en una de las primeras veces que me tocó liar el petate y cruzar el charco, me encontré paseando por Nueva Orleans una firma que me resultó conocida:


Así es. La misma firma que vi en Córdoba, explicaba ahora a los vecinos y visitantes de Nueva Orleans los antiguos nombres de las calles de su ciudad, la que fuera capital de una de las más prósperas y avanzadas provincias del Imperio español. Aunque no hacía falta nada que realzara la importancia de Ruiz de Luna, esta casualidad me hizo indignarme un poco más por el olvido y la destrucción parcial de los azulejos de "Los Patos". En Estados Unidos, incluso, se estaban reponiendo aquéllos que fueron dañados por el huracán Katrina.



Sin embargo, no es oro todo lo que reluce. Las firmas, siendo parecidas, no son idénticas. La "J" de Juan no está en las calles de Nueva Orleans. En efecto, dichos azulejos salieron del taller de Ruiz de Luna después de la muerte del fundador de la saga, que fue continuada por su hijo y su nieto. Entre 1959 y 1960, siendo José María de Areilza embajador en EE.UU., más de dos mil azulejos salieron de Talavera hacia América, preparando la conmemoración del bicentenario de la Luisiana española.

De todos modos, aunque no compartan autor, ambos rincones comparten historia. Juntos, le dan un poco más de sentido a la existencia de este pequeño conjunto de monumentos cordobeses dañados por el olvido y una injusta irrelevancia. Sería bueno que todos los cordobeses supiéramos, y se nos facilitara saber, la importancia de estos pequeños detalles de nuestra ciudad.

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Algunos enlaces:
Jardines de la Agricultura
Juan Ruiz de Luna
"Nueva Orleans y el general Borrajo", La Tribuna de Talavera, 11/03/2009

viernes, 10 de mayo de 2013

El saqueo del colegio de la Asunción (hoy IES Góngora) en 1814

Retrato de Fernando VII; obra de Goya
El documento que hace unos días colgué en el "Archivo" del blog, un panfleto de 1814 que recibía con un extremo entusiasmo (más bien, con veneración) al rey Fernando VII a su vuelta de Francia, es sólo una pequeña muestra de lo agitadas que corrieron, durante aquellos días, las aguas populares en Córdoba.

El 6 de mayo, tres semanas después de esa calurosa bienvenida, ocurrió lo que los liberales temían desde un primer momento: el Rey suprimió la Constitución de 1812 y cualquier otra acción que hubieran llevado a cabo las Cortes de Cádiz. Era el retorno al absolutismo, cuyo apoyo por una parte de la población quedaría estereotipado en la frase "¡vivan las caenas!". La supresión fue celebrada en Córdoba, el 9 de mayo, con una algarada callejera que arrancó de la Corredera la lápida conmemorativa de la Constitución. Los participantes en la acción subieron luego hacia la plaza del Salvador (que se encontraba en la unión de las calles San Pablo y Alfaros, aunque ya no existe como tal, al haber ocupado su terreno el Ayuntamiento) y, a continuación, por la calle Alfonso XIII (entonces, del Liceo), saqueando algunas casas de personas que se suponían liberales.

El colegio de Nuestra Señora de la Asunción era uno de los principales centros educativos de la ciudad, si no el mayor de ellos, y tenía una notable tradición de imprenta de documentos, especialmente durante la etapa en que los jesuitas trabajaron en él durante el tercer cuarto del siglo XVIII. Desde siempre, los ilustrados cordobeses fueron bien recibidos en la imprenta de la Asunción, que dejó de funcionar con la expulsión de la Compañía de Jesús. En 1814, cuando aún no existían la calle Claudio Marcelo ni la plaza de las Tendillas, se estaba trabajando en la reorganización de la imprenta y, conocidas las opiniones de los rectores del colegio, se sospechaba que se emplearía para difundir documentos a favor de la soberanía popular y la Constitución de 1812.

Además, se corrió la voz de que el colegio albergaba un retrato de Fernando VII encadenado, algo lógico dado su cautiverio en Francia, pero que se interpretó como un deseo de encarcelar al monarca (y, de hecho, posiblemente fuera conservado en la Asunción con algo de sorna). Como consecuencia de todo ello, la gente enfurecida entró en el colegio, destrozando la Academia de Dibujo, los muebles y, por supuesto, la imprenta, cuyas piezas y letras fueron esparcidas por las calles cercanas.

El rector del colegio, José de Hoyos y Noriega, fue desterrado a un pueblo de Sierra Morena y se le prohibió que ejerciera la enseñanza, y varios de los profesores fueron encarcelados en los meses sucesivos, acusados de afrancesados. Esto supuso el declive del colegio, y determinó su clausura en 1817, a pesar de que pasados los años se rehabilitara la función educativa del edificio, que ha llegado hasta nuestros días siendo instituto de secundaria con el nombre de Luis de Góngora.

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Sánchez de Miguel, Ana. "Córdoba 1898. Generación e Historia".
Porro Herrera, María José. "Imprenta y lectura en Córdoba (1556-1900)".
Ramírez de Arellano, Teodomiro. "Paseos por Córdoba".

lunes, 29 de abril de 2013

El bar Correo y la oficina postal de la calle Jesús María

El bar Correo y Simago, foto tomada del blog "Córdoba por siempre"
Reconozco que no abundan mucho los bares por este blog, ni las cañas, ni los flamenquines. Podría decir que lo hago aposta, para contrarrestar el imperio de los devoradores de salmorejo sobre esta ciudad y sus espacios libres (la última vez que paseé de noche por la muralla de la puerta de Almodóvar se me cayó el alma al suelo), pero en realidad es más bien por falta de datos.



Aún así, y como muestra de buena voluntad, quería compartir la alegría de haberme enterado de por qué al bar Correo se le llama así. Para quien no conozca el bar, estamos hablando de un minúsculo local junto a la heladería de David Rico de las Tendillas, en la calle Jesús María. Aquí no son muy populares las tapas, los refrescos o los vargas. Al Correo se va básicamente a beber cerveza, mientras se charla alegremente en la calle, de pie, ocupando en los días buenos todo el ancho de la calle.

Los más avispados lo habrán asociado ya con el nombre de la farmacia "del Correo", que está a dos pasos del bar, y por ahí van los tiros. Aunque la calle Jesús María mantiene su nombre original (que viene del convento de monjas, llamado de Jesús y María, que había junto al local del cine Góngora), su aspecto cambió enormemente a lo largo del siglo XX. Originalmente era una calle estrecha y llena de rincones, desde el Conservatorio hasta las Tendillas. Como se ve en las fotos de la derecha, circular por esa calle era un auténtico tostón.

Pues bien, en el número cinco de esa calle, tercer portal de la izquierda contando desde las Tendillas, estaba situada una oficina de Correos y Telégrafos, que siguió allí hasta el traslado al edificio de la calle Cruz Conde en los años 40. Esa oficina dio nombre tanto a la farmacia como al bar, que según la Cordobapedia abrió un 25 de mayo de 1931, siendo desde entonces un negocio familiar. Así se puede ver en la fotografía de abajo (izquierda), de los años 50, en la que se distingue el cartel del bar Correo detrás del de David Rico. La oficina de Correos, que ya no estaba activa en aquel momento, corresponde al pequeño edificio de la acera de enfrente, uno que está encajado entre el bloque de tres plantas y la fachada encalada del otro edificio ancho y bajo que, si no equivoco, debe ser el palacio de los marqueses de Valdeflores (también vacío en esos años).



Ampliando las fotos se puede ver como el balcón de ese edificio tiene un mástil para bandera, indicando su función pasada de sede de un organismo oficial. En la foto de la derecha, es el edificio que hay entre el señor que camina despistado y el que posa apoyado en un jaco. Al fondo, se ve la plaza de las Tendillas.

Y una vez dicho todo esto, ya podemos ir de cañas al Correo a comentar el urbanismo de mediados del siglo pasado.

PS. Carlos Castilla del Pino, en su famoso artículo "Apresúrese a ver Córdoba", menciona en la segunda página al palacio de los marqueses de Valdeflores (siglo XVIII) como uno de los que se habían ido destruyendo ante la pasividad de las autoridades que debían conservar el patrimonio histórico. Pues bien, ahí está una foto del palacio perdido.


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Fotos del Archivo Municipal de Córdoba.

jueves, 25 de abril de 2013

Capiteles de avispados: historia, vergüenzas y esperanza


El nombre fue una feliz ocurrencia para denominar a una triste realidad.

Los capiteles que coronaban los palacios cordobeses en el siglo X, la época del esplendor de la Córdoba califal, eran similares a los que se ven en la foto: cubos de mármol tallados y trepanados, es decir, con pequeños agujeros practicados como decoración, dándoles la apariencia, según se mire, de un conjunto de plantas, de una esponja o de un nido de avispas. De ahí que se les haya llamado "capiteles de avispero".

El motivo por el cual los talleres califales comenzaron a producir este tipo de capiteles se explica, en ocasiones, como una evolución original a partir del capitel corintio que trabajaban los romanos, y que los propios musulmanes hispánicos reutilizaron en edificios como la Mezquita (antes templo pagano). Debí leer, aunque no recuerdo dónde, una explicación complementaria de la producción de capiteles de avispero durante el Califato. Sin embargo, no la entendí mejor hasta que no tuve la suerte de visitar, hace pocos días, uno de los lugares más increíbles que puede haber en el mundo, y sin duda el monumento más impresionante en el que he entrado: la antigua iglesia y mezquita de la Divina Sabiduría. Para los amigos, Santa Sofía, en Constantinopla, actual Estambul.

Capiteles en Santa Sofía (Estambul)
Esta iglesia de finales del siglo VI, dentro de la cual cabría el campanario-alminar de la Mezquita-Catedral, sin que el San Rafael que lo corona llegara a tocar el techo de la cúpula, está cuajada de capiteles de mármol blanco, sospechosamente similares al modelo califal cordobés. Lo mismo ocurre en otras antiguas iglesias bizantinas, con su origen más remoto en los años de esplendor del Imperio romano de Oriente, llamado más tarde Imperio bizantino. Pero, ¿cómo pudo influir la arquitectura de Constantinopla sobre la de Córdoba, en una época en la que las distancias eran mucho mayores que hoy? Bueno, esta relación se expone claramente en algún trabajo publicado hace años, acerca del apasionante relato de las embajadas que iban y venían, en los siglos IX y X, desde Córdoba hasta Constantinopla, estableciendo una relación de amistad entre dos poderosos estados que constituían enemigos naturales (en el caso de Bizancio, en constante guerra abierta) de los califatos de Oriente Medio y el norte de África. Las relaciones no fueron sólo políticas (la isla griega de Creta estaba aún ocupada por los cordobeses deportados tras la revuelta de Saqunda), sino también, y quizás sobre todo, culturales. Decenas de columnas fueron enviadas por el emperador bizantino cuando se comenzó la construcción de Medina Azahara, y los mosaicos del mirhab de la Mezquita fueron elaborados por especialistas mandados desde Constantinopla con el encargo de reproducir en Occidente, y para un monarca musulmán, las obras de arte cristiano de las iglesias orientales.


Capiteles en Küçük Ayasofya (Estambul)
Muchos siglos después, cuando las guerras hubieron destruido los palacios, y cientos de años después de la salida de los moriscos del reino español, los capiteles de avispero se convirtieron en piezas de museo y en objeto de conversaciones alrededor de un flamenquín o unos caracoles. También, por desgracia, en objeto de la codicia de algunos cordobeses (o no, a saber) que vieron en el abandono del enorme patrimonio cultural local una posible fuente de ingresos. Esos inteligentísimos y vivarachos hijos de padre anónimo decidieron que podían sacarse una millonada si conseguían hacer llegar algún capitel abandonado hasta la eterna tierra de los piratas, y su capital: Londres. Cada cierto tiempo, nos hemos estados despertando con la noticia de que una casa de subastas inglesa saca la venta capiteles procedentes de la época califal cordobesa. Así ocurrió, por ejemplo, hace unos cinco años, en Christie's, y parecidos disgustos vuelven a castigarnos de vez en cuando, ante la desidia y/o la impotencia de las autoridades españolas.

Capiteles de avispados, según la denominación que se le ocurrió a un amigo. Capiteles que ni siquiera acabarán en un museo a miles de kilómetros de su hogar, como este, este o este. Avispados e iletrados chorizos que se dedican a mangar y vender estas piezas únicas, y a los que se refiere un artículo aparecido hoy en Cordópolis (y, a continuación, en multitud de periódicos), que afirma que la denuncia de un particular ha conseguido poner en marcha una investigación sobre la salida del país de dos de estos capiteles cordobeses. La subasta no ha encontrado comprador, y quiero pensar que sea por miedo a adquirir una pieza robada.

Porque cuando estamos tocando el fondo, como decía Celaya, nuestros cantares no pueden ser simplemente un adorno, vaya desde aquí mi deseo, con todas mis fuerzas, de que se localice y empure al chorizo capitelista. Pero más alegría me produce la noticia de que un particular o particulara, alguien nacido en esta feria de los discretos que tenemos por ciudad, ha tenido las pelotas necesarias para hacer algo por nuestro patrimonio. Gracias en nombre de todos los cordofrikis locales.

viernes, 14 de septiembre de 2012

El traslado de la parroquia de San Nicolás de la Axerquía

Una de las parroquias fernandinas más desconocidas de Córdoba es que la daba nombre al barrio comprendido, más o menos, entre la calle de la Feria y el convento de Santa Clara, de oeste a este, y la plaza de las Cañas y el río, de norte a sur, por decirlo breve e inexactamente: era San Nicolás de la Axerquía, popularmente San Nicolás del Río. La plaza del Potro o el convento de San Francisco (oficialmente, San Pedro el Real), por ejemplo, formaban parte de este barrio.

La pequeña iglesia dejó de serlo en 1877 para trasladar la parroquia a dicho convento, donde aún hoy se encuentra. El edificio se fue arruinando progresivamente pero, para sorpresa de muchos cordobeses, ahí sigue, en la Ribera, rompiendo la línea de fachadas con una esquina saliente. Sí, ese cocherón blanco entre Bodegas Campos y el río es la antigua iglesia de la Axerquía, hoy aparcamiento privado.


Aunque otro día podríamos ver un poco de la historia de la parroquia (antigua mezquita, como muchas de ellas), hoy me gustaría ver por qué fue necesario su traslado y en qué circunstancias se produjo. La respuesta, como no podía ser de otra forma en ese barrio, está en el Guadalquivir.

El invierno de 1876-1877 fue especialmente lluvioso. Uno de esos años en los que el río crecía de tal forma que la maquinaria erosiva del meandro del Arenal se ponía en marcha (como ocurrió también en 1860, arruinando lo que quedaba del murallón de San Julián) y el terreno bajo la primera línea de casas del actual paseo de la Ribera era peligrosamente horadado.

Un vistazo a la prensa de aquellos días nos deja noticias cuando menos inquietantes. Alrededor del 6 de diciembre debió venir tal riada que las casas de la Fuensanta, Campo de la Verdad y San Nicolás de la Axerquía fueron inundadas. El Santísimo fue llevado a toda prisa a la ermita de la Aurora, y las bombas de desagüe trabajaron en el barrio durante varias jornadas, llegando a medio metro la altura del agua dentro de la parroquia. Se recaudaron fondos para los afectados por la riada y se llevaron a cabo trabajos de limpieza.

No era la primera vez que ocurría pero, ya fuera porque peligrara la propia integridad del edificio, o por la incomodidad de una parroquia pequeña e indefensa frente al río, se decidió que la iglesia del convento de San Francisco sería la nueva sede parroquial de San Nicolás y San Eulogio. Ramírez de Arellano describe una iglesia de proporciones reducidas y con un techo bajo. Uno de los barrios más humildes de Córdoba tenía, por tanto, una de las más pobres iglesias, lejos de la magnificiencia de la homónima parroquia de San Nicolás de la Villa.

El 4 de enero se celebra allí el funeral de una mujer, Josefa del Pino, posiblemente uno de los últimos oficios religiosos de San Nicolás de la Axerquía. Pese a usarse la sacristía para reunión de alguna hermandad, el 14 de febrero el Diario de Córdoba da por hecho el traslado: una de las campanas se envía a Santiago y las otras dos, a San Francisco.

A San Francisco se llevan también los archivos y todas las imágenes, así como la pila bautismal y el pequeño retablo con una pintura del bautismo de Cristo, procedente (no estoy seguro de que ocurriera lo mismo con la pila) de la también desaparecida parroquia de Omnium Sanctorum.

domingo, 2 de septiembre de 2012

El Archivo

 
Desde el año 2010, el blog Puerta de Osario está recibiendo préstamos de documentos originales representativos de la vida en la sociedad cordobesa, principalmente de la época del Franquismo, pero también procedentes del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX, a condición de que al menos una parte sean publicados para el disfrute de los cordobeses.

La custodia, digitalización y publicación de esos documentos son a la vez una alegría y un reto. La alegría, por tener entre mis manos papeles que han sobrevivido, nuevos como el primer día, el paso de cincuenta, ochenta o doscientos años. El reto, por la falta de tiempo que, como es evidente desde hace mucho, paraliza la página por largas temporadas. También en el aspecto organizativo, ya que no era mi intención monopolizar el blog con entradas sobre documentación de un período histórico concreto y, sin embargo, la facilidad de la publicación ocasional de estos documentos me invitaba a un mayor dinamismo que la redacción de entradas sobre historia, leyendas y personajes.

Es por eso que nace este "Archivo cordobés" de Puerta de Osario, con el ánimo exclusivo de dar un pequeño servicio y fomentar la curiosidad por la Córdoba de décadas pasadas. Bueno, y también por matar el gusanillo "cordofriki" en el poco tiempo libre que me vaya quedando, a qué negarlo. Será un blog diferenciado, pero conectado en todo momento con el original por enlaces bien visibles. De hecho, cuando uno de estos documentos sea de especial interés o deba ir acompañado de una historia más desarrollada, la entrada aparecerá en ambas páginas.

Las novedades se podrán seguir en la misma página de Facebook que las del blog, y en la misma cuenta de Twitter. Cualquier aviso de enlaces incorrectos o imágenes en baja resolución será bien recibido (puertadeosario@gmail.com). Abrir las imágenes en ventana o pestaña nueva permite más zoom que la vista por defecto que ofrece Blogger al hacer click sobre ellas.

Espero que con el tiempo la nueva página se vaya llenando de folletos, octavillas, carnets y cualquier documento que pudiéramos encontrarnos en un cajón cordobés que llevara medio siglo sin ser abierto.

lunes, 28 de mayo de 2012

Mil años y siete millas: el poblado de Tábanos, posible origen de Los Villares

La Vega del Guadalquivir asomando desde Los Villares

Esta es una de esas historias que se pierde en el tiempo, en la incertidumbre y en páginas de crónicas confusas. De modo que vamos a llegar a un acuerdo: yo lo cuento un poco recortado con respecto a lo que me gustaría, y quien lo lea lo hace poniéndole un poco de imaginación. Que si no, esto no tiene gracia.

Hablan las crónicas del obispo Eulogio, de mediados del siglo IX, cuando explican los lugares de origen de los cristianos andalusíes que participaron en el movimiento martirial (que ya se mencionó anteriormente, del que nos saltaremos de momento la parte polémica), de un pequeño pueblecito (viculum) conocido como Tábanos. Nada se dice de su origen, de su etimología o de su población. Sólo se menciona que se encuentra a siete millas al norte de Córdoba, entre densos bosques y abruptos montes. Allí hubo, parece ser, un monasterio dúplice (de hombres y mujeres, algo relativamente común en la época), quizás también con una escuela de enseñanzas cristianas. Fundado por un grupo familiar en el propio siglo IX, habría uno de los focos de reacción ante la creciente islamización de la población hispanorromana. No he sido capaz de encontrar bibliografía capaz de aventurarse a hablar algo más sobre este pueblo de Tábanos, al que se tragó la historia, ni siquiera entre varios trabajos especializados en los monasterios mozárabes. Nadie, salvo Sánchez Feria, claro.

El autor de la Palestra Sagrada, cuando está explicando la vida de Isaac, uno de los primeros ejecutados por la autoridad emiral por delito de blasfemia, a mediados del siglo IX, se detiene a comentar la ubicación de Tábanos. Y siguiendo su lógica, desde luego, podemos seguir el camino que hacia el norte conduce en dirección a Santo Domingo, y desde allí sigue remontando la sierra salvando la cuesta del Cambrón (o del "catorce por ciento") o algún recorrido equivalente. Subamos por allí o por Los Morales, al cabo de siete millas casi exactas, contadas desde la puerta de Osario, estamos en Los Villares. En "la casería de los Villares", según aparece en un mapa de la sierra de finales del XIX, sin olvidar que ese mismo nombre nos indica una población humana estable.

A la parte aquilonar, o del norte, siete millas de Córdoba, estuvo hasta más de la mitad del siglo pasado el lugar que llaman el Villar, decía Sánchez Feria a finales del XVIII, y de él han quedado buenos y visibles rastros: las calles existen, y las paredes de su iglesia aún duran en pie.

Este documento sería suficientemente interesante como historia de Los Villares. Sin embargo, la posible identificación con el Tábanos que menciona Eulogio (a mi corto juicio nada disparatada, pese a lo poco científico del método) le da todavía mayor interés. La distancia y sitio es totalmente conforme, y no hay en sus cercanías ruinas con que pueda equivocarse.

Queda casi todo por hacer para determinar si estamos ante una posible identificación de un topónimo con más de mil años de antigüedad en la sierra de Córdoba, y queda todo por estudiar sobre un posible lugar arqueológico de gran interés. Algún día, quizás.